Un escupitajo al salir de casa. Las
estrellas no saben que él existe, y sin embargo porfían y
permanecen.
Hoy adopta el paso largo. Cabeza
hundida en el cuello del abrigo. La espalda algo encorvada por la
costumbre de mendigar sobras. Y el miedo a encontrarla en la
siguiente esquina.
Y ella siempre estaba allí.
Su risa se le había escapado entre los
dedos al mismo tiempo que el cielo se agrietaba. El gran orden
comenzó a perder importancia. Si subía o si bajaba. La estación,
el hambre, el día, la noche... Ya no sabrían a verdad los besos en
el portal.
La muerte había avanzado sigilosa,
camuflada en poses simpáticas y pretextos vintage. Lenta y suavemente se lo fue tragando
todo, hasta... hasta dejar sólo la sombra testimonial de un hombre que, quizá, un
día fue bueno.
Cruza la calle de oído. La
basura parece la coreografía del futuro. Dicen... aunque él
prefiere no escuchar, dicen saber cómo es. Saben más que él, y son
dueños de grandes risas que amenazan con darle caza. Huye. Sigue
avanzando a pasos largos, envuelto en un fuego amarillo que le
consume sin prisas.
Las zanjas señalan el
camino. Su respuesta, un instante ojos arriba, es maldecir las estrellas.